Aquella tarde el asombro estaba reflexivo, recargado sobre un pino pensaba en su naturaleza de ser sombra al inicio, para luego ser luz.
Le gustaba que las personas usaran su figura para… sorprenderse.
Esa inquietud de llamarse asombro, para terminar en sorpresa no le terminaba de cuadrar.
La sorpresa, que esa misma tarde llevaba un brillo en sus formas, se detuvo en aquel árbol en que el asombro se recargaba, para preguntarle qué era lo que le sucedía, se le advertía algo turbado.
El asombro le compartió su reflexión. Le explicó que cómo de ser quien daba motivo a la emoción que se descubría desde la oscuridad, terminaba en sorpresa; y así el crédito se lo llevaba ella; justamente con quien estaba en ese momento charlando.
La sorpresa, sin turbarse, le explicó que ella surgía de cualquier momento inesperado, sencillo o complejo, que podía ser positivo o negativo el impacto; una especie de consecuencia; en cambio, el asombro era una capacidad maravillosa que toda niña o niño tenían; y con suerte, muchos adultos conservaban hasta sus últimos días.
El asombro quedó perplejo con esa revelación, y su gesto cambió de inmediato.
La sorpresa lo tomó del brazo, invitándole a pasear por el bosque que se abría en el horizonte.