Hay mañanas que no esperan


Para Maurice.

Ramiro Orellana, un profesor de matemáticas, relegado a un pequeño pueblo chileno, a orillas del mar.
El sacerdote del lugar le da hospicio; el buzo del lugar se hace su amigo, terminándolo de graduar de buzo, cuando solemnemente le coloca el batiscafo.
El profesor, junto con su amigo buzo, logran sacar un día un juguete, de madera quizá, de esos que por más que los empujes, no los derribas. Sólo se balancean. “Mono porfiado” le llaman allá.
Ahora se que la película lleva por título ‘La Frontera’; filmada hace poco más de quince años.
Encuentro una reseña al respecto, que enclava las piezas: una imagen a la vez tan poderosa y tan serena, de nuestra condición limítrofe, marginal. La frontera es metáfora de Latinoamérica. Metáfora de estos delgadísimos filos en los que vivimos y transitamos. Entre el ser y el no ser: libres, desarrollados, cultos, vivos o muertos.
En esencia, lo fronterizo nos atraviesa por el medio a cada uno. De allí nuestra frecuente pasión de muerte. El borracho apocalíptico anunciaba: ¡que viene el maremoto!, el amigo buzo tenía la hipótesis que esa agua venía de un hueco que quería descubrir; por eso siempre traía el batiscafo listo.
Un hueco que puede estar en las profundidades abismales de nuestro ser. La forma de escape de esa radical soledad, es buscar ese pasaje liberador, cruzando un Estigia, dejarse devorar por el maremoto, acercarse a la muerte.
Orellana fue dejado libre, sin embargo se queda relegado en esa frontera. Un maremoto político le había arrebatado su mundo anterior; otro, le vino a quitar hasta lo poco que halló en la frontera.
No le queda nada. Excepto esa tenaz utopía: en alguna parte debe haber un «hueco» para nosotros. Y para buscarlo somos como «monos porfiados». Nos golpean y volvemos a pararnos, nos arrastra el mar y de algún modo, al final, flotamos.
Hay mañanas que no esperan a seguir enterándose de qué va esta vida.