La sensación del reencuentro

A cierta edad las evocaciones toman mayor deleite.
Volvimos a reunirnos después de 25 años con mis compañeros de secundaria, y el tiempo regresó, con la diferencia de que ahora asistimos disfrazados de mayores: el doctor, la maestra, el técnico, la abogada, el publicista, el ingeniero, la química, y así.
Javier Marías, hace ya un tiempo, exponía sus sensaciones después de asistir a una reunión del preuniversitario:  “Había que hacer una corrección de enfoque, acoplar la cara infantil o juvenil que uno guardaba en la memoria a la del hombre o la mujer maduros que tenía ahora uno enfrente”.
Después de repasar lo que ha sido de cada uno, comenzó a bullir la sensación de que la vida verdadera era aquella, la de estar todos juntos sin profesión ni ataduras, en la vaga y eternizada expectativa de la infancia, y de que cuanto había ocurrido y venido después de separarnos era accidental.
Era curioso ver y sentir el afecto espontáneo con que nos tratábamos todos (hasta los que no nos caíamos muy bien), con una natural tendencia a abrazarnos.
Volvimos a ser nosotros, sin las farsas que supone la vida profesional; los apodos retornaban, independientemente del cargo actual.
Se iba desgranando la tarde en anécdotas, y con todas ellas volvían los niños a las sillas, juguetones, risueños.
Al salir de la reunión, sentí como la realidad volvía y no pude hacer otra cosa que cobijar a mi niña interior en ella.